Frankenstein

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Frankenstein

El director mexicano resucita al monstruo más humano del cine en una adaptación gótica, íntima y deslumbrante del libro de Mary Shelley.

La novela original de Mary Shelley (publicada en 1818) no es solo un texto gótico de ciencia y monstruos. Es un tratado existencial sobre la creación, la responsabilidad, la soledad y la tensión entre el progreso científico y la moral. Shelley formula una pregunta aterradora: ¿qué sucede cuando el ser humano, en su arrogancia, quiere jugar a ser dios y dar vida a lo inerte? Desde su génesis, Frankenstein ha sido reinterpretado, deformado, idealizado, traicionado, en cientos de homenajes y aberraciones, pero siempre con ese latido central. El del tormento del creador y el desencanto del “hijo” rechazado.

Esa carga simbólica, sumada a la ambivalencia entre el monstruo y la víctima, es lo que ha hecho del texto fuente un pozo inagotable para el cine. Ha servido de espejo para preocupaciones románticas, morales, tecnológicas, y hoy sigue vibrando en el siglo XXI con nuevos miedos: la biotecnología, la identidad y la otredad. Cualquier versión cinematográfica buena debe lidiar con ese núcleo, no solo proyectar efectos llamativos.

La versión clásica de James Whale (1931) con Boris Karloff es una de las piedras angulares del cine de terror. Ahí el monstruo se convierte en icono de la cultura popular. Una figura silenciosa y trágica que ha sido mal interpretada por el mundo. Su lente en blanco y negro, el uso dramático de sombras, el diseño sobrio pero poderoso del monstruo y la extremada humanidad que Karloff le imprime redefinieron lo que un “monstruo” podía ser. Whale no inventa todo, sino que bebe del espíritu romántico original, pero lo adapta al lenguaje visual del horror clásico.

La secuela Bride of Frankenstein (1935), considerada por muchos como superior a su predecesora, profundiza en la mitología del monstruo, le da voz, lo humaniza aún más, y mezcla horror con una elegancia teatral. En ese equilibrio Whale encuentra algo casi poético. La criatura no es solo un error de la naturaleza, es una entidad con emociones, rechazos, deseos. Yorgos Lanthimos entendió esto muy bien cuando conjuró su propia versión femenina de la criatura en Poor Things

Durante los años 50 y 60, los estudios Hammer reincorporaron las historias de terror clásicas, con Frankenstein incluido, bajo una estética gótica, colorida, sexualizada y con un peculiar gusto por lo mórbido. Allí el monstruo se vuelve algo más violento, físico y cercano al terror visceral. Las versiones de Hammer se alejaban del discurso filosófico original y lo convertían en un espectáculo de sangre, golpes, gritos y recreaciones del laboratorio demoníaco. Son versiones que, en buena medida, degradan lo sublime en lo impactante, pero también mantuvieron la llama viva del monstruo en el cine de género.

Siguiendo la línea trazada por Francis Ford Coppola con su versión de Drácula, Kenneth Branagh dirigió, adaptó y protagonizó una versión que buscaba una especie de equilibrio. Respetuosa con la novela, ávida de dramatismo romántico y con efectos modernos (para los 90). Es una cinta ambiciosa, pero con muchos altibajos. Algunos momentos son hermosos, otros caen en lo grandilocuentemente excesivo. Lo interesante es que toma la estructura de Shelley casi como un libreto de tragedia romántica de voces interiores, culpa, arrepentimiento y la mirada sobre el otro. Pero también sufre del dilema clásico de las adaptaciones: ¿cuánta fidelidad mata la vitalidad? En algunos tramos, el peso de la tradición lo aplasta.

Desde hace años, del Toro veía a Frankenstein como “la película que algún día tenía que hacer”. Su sensibilidad, gótica, fantástica, cruel y emocional, lo perfilaba como candidato ideal para esa versión híbrida entre horror y romance sombrío. Al igual que lo hizo a comienzos de este año Robert Eggers con Nosferatu, su adaptación no llega con ánimo de competir con versiones anteriores, sino de dialogar con ellas y renovar el mito bajo su propia paleta.

Del Toro, de hecho, había estado involucrado desde 2007 en planes para adaptar Frankenstein, incluso firmó con Universal un contrato de varias películas, bocetó diseños, hizo pruebas con Doug Jones para la criatura. Se ha contado también que esta versión en principio formaba parte del fallido Dark Universe de Universal, donde Javier Bardem fue considerado para el papel de la criatura. Con los dramáticos tropiezos del proyecto, esa idea se desvaneció. Luego la producción movió fichas, se consideraron otros actores como Benedict Cumberbatch (quien llevó a Frankenstein al teatro con la dirección de Danny Boyle) y Andrew Garfield, pero finalmente el rol de la criatura recayó en Jacob Elordi, ese actor que compite seriamente con Austin Butler por el título de “Mejor actor de su generación”.

Ese camino complejo con el Dark Universe abortado y cambios apresurados, es parte de la leyenda que envuelve esta versión. Y quizá explica por qué la propuesta final es tan personal y urgente, porque el director sabía que debía escapar de una zona de producción industrial para entrar en su territorio emocional y visual más íntimo.

Del Toro inicia su cinta de dos horas y media con un prólogo en el Ártico, en el juego de roles entre creador y criatura, cazador y cazado. Esa escena inicial no es ornamental. La película ya declara que no viajará unidireccionalmente desde el laboratorio hacia el horror. El relato despliega ecos del texto de Shelley con su aislamiento extremo, el monstruo que persigue a su creador hasta el frío infinito, y la culpa como motor eterno. 

Sin embargo, Del Toro no se limita a recrear los eventos del libro. Su versión se permite alteraciones: conceptos como la maternidad, el abandono y la intrincada relación entre Víctor con su familia. Aquí del Toro hace uso del psicoanálisis para evidenciar las heridas parentales que moldean al científico, las cuales adquieren dimensiones dramáticas nuevas. La película no es únicamente el monstruo contra el creador. Es la tragedia de la herencia, del fracaso del lenguaje emocional y de lo que le sucede al ser creado cuando no hay guía espiritual ni ética. 

Victor Frankenstein no aparece como un mero “científico loco”, aunque en ciertos momentos se desliza hacia lo maníaco, recordándonos al Gene Wilder de la parodia Young Frankenstein, sino como un hombre obsesionado con la redención y con superar la sombra de su padre (Charles Dance). Oscar Isaac, como Víctor, encarna al médico que quiere redimir su propia fragilidad a través del control de la vida y la muerte. A veces peca de exceso (del Toro lo retrata aquí como una especie de rockstar), pero logra mantener el equilibrio entre el hombre atormentado y el genio desequilibrado cuya ambición lo traga. 

En paralelo, la criatura pasa por una evolución cognitiva que Del Toro retrata con delicadeza, consciencia, lenguaje, dolor y resentimiento. No hay prisa: el monstruo se convierte en personaje, no en horror estereotipado. Jacob Elordi compone un monstruo ambiguo y potente que deja al Robert DeNiro de la versión de Branagh en la vergüenza. Su fuerza física es innegable, pero Del Toro le pide al actor que transmita anhelos, vulnerabilidad de inmenso resentimiento. Hay momentos de silencio que pesan más que cualquier grito. La progresión de su criatura, de inocencia confundida a brutalidad contenida, es uno de los logros más sólidos del filme. 

Elordi, de hecho, fue elegido por del Toro por “sus ojos” y por su capacidad expresiva silenciosa. El actor estudió la danza japonesa Butoh para su expresión corporal y los cantos guturales de Mongolia para incorporarlos a su monstruo.  El resultado es una actuación digna de Óscar.

Mia Goth (Elizabeth) logra un rol más tridimensional de lo esperado. No es solo una figura pasiva, sino la voz moral y espejo del monstruo. Christoph Waltz, como financista o mentor ambivalente, aporta relieve a la red de intereses y ambigüedades detrás del acto creador que solo un actor como él puede brindar. Las interacciones familia, ciencia y emoción están bien tejidas. Del Toro explora conflictos paternos (el padre de Víctor, su educación, la relación con su madre y su hermano), las traiciones afectivas y el abismo entre lo que se crea y lo que se abandona.

Sin embargo, es en el diseño de producción de Tamara Teverell donde la cinta verdaderamente deslumbra. Estamos ante una golosina visual que duele que no se vea en una sala grande de proyector, oscuridad y sonido. El diseño de la criatura, una amalgama de placas que parecen tectónicas, con un torso que evoca fracturas físicas, es poderoso, determinante. Su anatomía dialoga con la herida interior. 

Del Toro trabaja con el director de fotografía Dan Laustsen su paleta favorita: rojos intensos, verdes demoníacos y sombras profundas. La sinfonía visual es casi musical. Visualmente densa, simbólica y sin concesiones. Las escenas del laboratorio, los viajes en barco, los cuerpos congelados, las improntas familiares, todo comunica algo. En particular, el uso del color para marcar transiciones emocionales (vida, muerte, éxtasis y devastación) es magistral.

El vestuario de Kate Hawley no es ornamentación sino tejidos y cortes traslúcidos que dialogan con la carne. Los escenarios (invernales, del castillo y del laboratorio) no son decorados pasivos, sino entidades que oprimen y susurran. La música de Alexandre Desplat, algo intrusiva y edulcorada, no pretende aterrorizar con golpes sonoros, sino acompañar los sollozos del corazón creador y la agonía del rechazado. Es así como se convierte en contrapunto emocional, y no en simple ruido o papel tapiz. 

Como sucede con su maravillosa versión de Pinocho, que bien puede pensarse como pieza de compañía de Frankenstein, Del Toro no elude lo filosófico y lo espiritual. En su versión, se retoma la versión moderna del mito de Prometeo planteada por Shelley, quien roba el fuego de la creación pero debe afrontar el costo. Más allá de ello, las preguntas recurrentes de esta cinta son las de quién merece ser amado y quién decide el valor de la existencia. La criatura no es monstruo por nacimiento, sino por abandono, por la incapacidad del mundo de verlo.

Del Toro también introduce la herida familiar como motor. Víctor no solo crea, también repite. Tiene fantasmas parentales que lo persiguen, una relación rota con su padre, una rivalidad pendiente con su hermano menor William (Felix Kammerer) y un vacío emocional que busca llenar con ciencia. Esas fallas humanas son más monstruosas que su creación.

La dimensión romántica no se olvida. La criatura demanda amor y exige reconocimiento. Elizabeth aparece como puente entre los dos mundos. Su deseo por Víctor y su compasión y empatía por el otro. Asimismo, Del Toro nos vuelve a decir que los monstruos no solo están afuera del ser humano, sino que muchas veces viven dentro de nosotros en nuestras ambiciones desmedidas, en nuestro abuso del poder y en la indiferencia hacia el otro. Esa reversión moral, esa inversión de las definiciones clásicas de monstruo y humano, es el gran aporte del filme.

No todo es impecable. Hay momentos donde la narración se ralentiza bajo el peso de la mitología autoimpuesta del acto de explicación, la reconstrucción del pasado y algunas decisiones de trama que responden más al melodrama que a la tensión. Se siente que Del Toro quiere abarcar mucho (filosofía, espectáculo, emoción y horror) y en algunos tramos esa pluralidad lo exige.

En algunos pasajes el balance entre horror y poesía resulta delicado. Ciertas secuencias visuales buscan épica con poco sustento emocional, quedando grandiosas pero sin aterrizaje, un pecado recurrente en el cine del director, como sucede también con su colega Tim Burton.

Otro riesgo es la comparación. Inevitablemente el filme se mide con lo gestado por Whale, Fisher, Branagh e inclusive Mel Brooks. Del Toro elige no imitar, pero también se apoya en elementos referenciales. El problema surge cuando esos guiños distraen en lugar de complementar. A veces la admiración al cine antiguo pesa más que el propio impulso, y uno se pregunta si no habría escenas que pudieran permitirse más silencio y menos reminiscencia.

Finalmente, como muchas películas modernas de gran escala, el paso de lo íntimo a lo espectacular no siempre es cien por ciento orgánico. Hay momentos en los que la ambición visual arrastra el ritmo, y la emoción interna queda supeditada al gesto.

De todas maneras, Frankenstein de Guillermo del Toro es una obra que se siente como un grito largamente contenido. Es, en todos los sentidos, la película que el director tenía que hacer alguna vez, tan personal como monumental. Redefine el mito de Shelley para este momento, pero lo hace desde dentro, con sangre, con lágrimas y belleza. 

Este Frankenstein tiene audacia, corazón y una criatura que no quiere matar sino existir. Elordi, Isaac, Goth y Waltz ofrecen actuaciones memorables, al servicio de una historia que respira en sus silencios. Puede que no supere a Whale en eternidad, pero aporta algo distinto. Una humanidad monstruosa que duele y reverbera mucho después del último fotograma.

Que esta cinta no pueda apreciarse en una gran pantalla es algo doloroso y resta parte de su vasta experiencia. Está pensada para ser devorada en la oscuridad, con volumen potente, con el espectador absorbido por el misterio visual. Es una lástima que su magia esté limitada por las ventanas estrechas de las plataformas de streaming. Al igual que Roma de Alfonso Cuarón, Frankenstein de Guillermo del Toro merece ser vivida en sala.

Por: ANDRÉ DIDYME-DÔME
Fuente: rollingstone.com

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